Prólogo de "Cuentos para mujeres solas"
MARCELA SERRANO - Escritora chilena
«La soledad es lo más aterrador de todo. Revoloteamos como hojas en el viento y nadie sabe ni le importa dónde caemos y sobre las aguas de qué río vamos flotando», dice Mónica, la protagonista del cuento «Revelaciones» de la gran escritora neocelandesa Katherine Mansfield. Una advertencia: Mónica es una mujer joven y tiene un marido que la adora.
Los hombres han escrito hasta el infinito sobre las mujeres y cuando se refieren a su soledad, lo hacen corrientemente desde un mismo punto de vista: el del vacío del corazón. Solteronas patéticas, cuarentonas desequilibradas, almas errantes sin ancla por carecer de sexo y amor. Cuadros patológicos brillantes, como nos brindan aquí Sherwood Anderson, Guy de Maupassant, Mujica Lainez, John Cheever o Eça de Queiroz: tristes representantes de su género que no supieron dónde buscar el centro cuando la carne murió o cuando se abstuvo de nacer. Es interesante el hecho de que para estos espléndidos escritores —para casi todos, en realidad— la soledad femenina sea sólo aquélla: la determinada por la ausencia del hombre (y, reitero, es el hombre quien escribe). Sus protagonistas femeninas pierden el sentido de la realidad y la sociedad las apunta: «Ahí va la loca». Dos preguntas válidas para mirar a esta enajenada: primero, ¿no intuirá ella —en su fuero interno— que las leyes de lo real las establecieron, las establecen y las establecerán los hombres, dejándola presa de disquisiciones ajenas? Segundo, ¿no será que la locura, al fin y al cabo, es un refugio elegido frente a la agresión que se siente incapaz de resolver?
Uno de los méritos principales de este excelente libro de cuentos es que nos encamina hacia un encuentro amoroso y solidario con diferentes tipos de mujeres que nos regalan aquello que sólo la literatura hace posible: traspasar los límites de nuestra propia vida para penetrar en una ajena, la de cualquiera de ellas, perdiendo por instantes la rigidez a la que nos reduce nuestra cotidianidad, irremediablemente pequeña y limitada. No depende de nuestra voluntad controlar el fenómeno de identificación que nos posee: toda mujer reconoce en la otra, aunque sea con temor, una probabilidad de sí misma.
Tomemos el ejemplo de Alicia, la protagonista de «Una aventura», el cuento de Sherwood Anderson que encabeza esta antología. Repasemos algunos de sus sentires, los que veremos, de una forma u otra, reproducidos en otros cuentos. Ella es una oscura figura que habita un pueblo cualquiera de Norteamérica, trabaja en un almacén de ultramarinos, apenas tiene familia y se ha enamorado de Ned, un muchacho que abandona el pueblo prometiendo volver en su busca... lo cual, por supuesto, nunca llega a concretarse. Alicia, como todas, «ocultaba, bajo apariencias de placidez, un fermento interior en continua actividad», y así responde a la pasión de su amado: «...se llenó de exaltación, porque la traicionó su deseo de que entrara en su existencia monótona un rayo de belleza». Cuando el tiempo pasa, su intuición le grita a voz en cuello que Ned ya no volverá. Alicia se paraliza en su espera. «Pasaban las semanas, convirtiéndose en meses, los meses en años, y Alicia esperaba todavía en el almacén de ultramarinos, soñando siempre con la vuelta de su amante.» «Ned, te estoy esperando, murmuraba una y otra vez, y el temor que se iba deslizando en su alma, de que no volviese nunca más, adquirió cada día mayor fuerza.» Nada habitaba el alma de Alicia sino la espera, una estatua de sal inmersa en la fantasía caprichosa de sus deseos. Algunos años más tarde, «...haciéndosele insoportable su soledad, se vistió con sus mejores ropas y salió del pueblo. (...) Asaltole el temor de su edad y de la inutilidad de todo lo que hiciese». Sólo entonces, luego de años y años sumida en la petrificación, la pasividad de Alicia se altera: «Se dio cuenta de que había perdido la belleza y la frescura de la juventud, y se estremecía de temor. En aquel momento tuvo por primera vez la sensación de que la habían estafado». ¿Puede la respuesta de Alicia a esa sensación irradiar sobriedad, equilibrio, sensatez? Dejémosla ya... que la acción hable por sí misma. Pero antes de despacharla, hagámonos la siguiente pregunta: ¿condenaremos a una mujer por haber tratado de introducir un rayo de belleza en su monotonía? Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra.
Nadie en su sano juicio puede negar que la peor de todas las hambres es aquella del amor y que su ausencia constituye una fuente de enorme soledad para los seres humanos, hombres y mujeres, y quizá más fuertemente para estas últimas, si sus vidas se han desarrollado a la sombra del otro. Todo puede suceder en ese terreno hambriento, se puede creer cualquier cosa, abarcando el baldío lo que sea para poblarse, dándole cabida al más feroz delirio como a la más sutil demencia. Cuando se cuenta con menos vivencias objetivas, con menos vida externa, con menos energía y pasión hacia la formación del mundo ancho y con menos participación en el desarrollo de las sociedades, más propensión habrá para tales devaneos, más espacio interior encontrará la miseria. Y como las mujeres conocen bien la historia, distinguen sus posibilidades de inmediato: saben qué manos se apoderaron de todo aquello que no fuera lo interior; por lo tanto, se reconocen como las primeras víctimas posibles. Víctimas simbióticas, obsesivas, pegajosas. Luces en el firmamento que no se detienen hasta verse refrendadas en los ojos de otro. El engañoso concepto del amor taladrando todos los vacíos.
Pero existe otra soledad, una que nos es propia, la que menciona Mónica en el cuento de Mansfield, y que no se relaciona con el amor de pareja. Es aquella, inmensa e insondable, que resulta de haber nacido en un mundo ajeno, en un mundo diseñado para otros que no son los de tu especie. Es abrir los ojos al instante mismo de nacer y percibir el aterrizaje en un lugar donde no te esperaban, donde no fuiste bienvenida, donde a priori te instalaron como a un ser de segunda categoría. No importa tu clase ni tu raza: naciste castigada. Tu anatomía, sólo por ser femenina, será taladrada por la desigualdad milenaria; en ella golpeará la injusticia por ser la anatomía de una mujer. Y con ella a cuestas —lo sepas o no, tengas o no conciencia de ello— recorrerás la tierra como la perenne exiliada, como la última desheredada, maldita por habitar un espacio ya apropiado por otros, por ser arrojada al patio de atrás, a los rincones, siempre rincones retraídos y postergados.
Ésa es la soledad de las mujeres desde que el mundo se creó.
Invisibles. Suprimidas. Desoídas. Silenciadas. Habladas, escritas y contadas por otros, sin lenguaje, con una media modulación. Normadas sin haber dado su parecer. Hipotecadas. La capacidad escondida, la inteligencia subterránea. Ésa es la trayectoria de nuestros genes; ésos, los modelos hacia donde volver la vista. Ése es el libro de la historia. Y en él, un par de páginas para las otras, las que nadie logró domesticar, las que no se avinieron con las virtudes femeninas, las que quisieron distinguirse, las que no se sometieron. Sí, un par de páginas para las satanizadas, las que no alcanzan a aplacar nuestro desamparo ya que no contienen un solo happy end, sólo los altos precios que pagaron por su desacato, con sus propias vidas en los peores momentos, con su cordura en otros, pero pagando. Y siempre, siempre con la soledad sobre las espaldas.
Hubiera querido realizar un acto de magia: escribir el prólogo para un libro de cuentos de mujeres solas del próximo siglo y que éste incluyera sólo relatos nuevos. Si Elias Canetti tuvo razón y los escritores somos los centinelas de la metamorfosis, los testigos de los cambios sociales, ¿qué narraciones contendría ese libro? Sólo entonces podríamos comprobar si las últimas décadas de historia llegaron para quedarse, si el avance espectacular que las mujeres han protagonizado es irreversible o no, y sólo en ese instante seríamos capaces de desentrañar si la soledad era otra.
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Prólogo de "Cuentos de mujeres solas"
MARCELA SERRANO
Escritora chilena
Ciudad de México, junio de 2002
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