"Los hombres han escrito hasta el infinito sobre las mujeres y cuando se refieren a su soledad, lo hacen corrientemente desde un mismo punto de vista: el del vacío del corazón. Solteronas patéticas, cuarentonas desequilibradas, almas errantes sin ancla por carecer de sexo y amor.
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Nadie en su sano juicio puede negar que la peor de todas las hambres es aquella del amor y que su ausencia constituye una fuente de enorme soledad para los seres humanos, hombres y mujeres, y quizá más fuertemente para estas últimas, si sus vidas se han desarrollado a la sombra del otro. Todo puede suceder en ese terreno hambriento, se puede creer cualquier cosa, abarcando el baldío lo que sea para poblarse, dándole cabida al más feroz delirio como a la más sutil demencia. Cuando se cuenta con menos vivencias objetivas, con menos vida externa, con menos energía y pasión hacia la formación del mundo ancho y con menos participación en el desarrollo de las sociedades, más propensión habrá para tales devaneos, más espacio interior encontrará la miseria. Y como las mujeres conocen bien la historia, distinguen sus posibilidades de inmediato: saben qué manos se apoderaron de todo aquello que no fuera lo interior; por lo tanto, se reconocen como las primeras víctimas posibles. Víctimas simbióticas, obsesivas, pegajosas. Luces en el firmamento que no se detienen hasta verse refrendadas en los ojos de otro. El engañoso concepto del amor taladrando todos los vacíos.
Pero existe otra soledad, una que nos es propia, la que menciona Mónica en el cuento de Mansfield, y que no se relaciona con el amor de pareja. Es aquella, inmensa e insondable, que resulta de haber nacido en un mundo ajeno, en un mundo diseñado para otros que no son los de tu especie. Es abrir los ojos al instante mismo de nacer y percibir el aterrizaje en un lugar donde no te esperaban, donde no fuiste bienvenida, donde a priori te instalaron como a un ser de segunda categoría. No importa tu clase ni tu raza: naciste castigada. Tu anatomía, sólo por ser femenina, será taladrada por la desigualdad milenaria; en ella golpeará la injusticia por ser la anatomía de una mujer. Y con ella a cuestas —lo sepas o no, tengas o no conciencia de ello— recorrerás la tierra como la perenne exiliada, como la última desheredada, maldita por habitar un espacio ya apropiado por otros, por ser arrojada al patio de atrás, a los rincones, siempre rincones retraídos y postergados.
Ésa es la soledad de las mujeres desde que el mundo se creó.
Invisibles. Suprimidas. Desoídas. Silenciadas. Habladas, escritas y contadas por otros, sin lenguaje, con una media modulación. Normadas sin haber dado su parecer. Hipotecadas. La capacidad escondida, la inteligencia subterránea. Ésa es la trayectoria de nuestros genes; ésos, los modelos hacia donde volver la vista. Ése es el libro de la historia. Y en él, un par de páginas para las otras, las que nadie logró domesticar, las que no se avinieron con las virtudes femeninas, las que quisieron distinguirse, las que no se sometieron. Sí, un par de páginas para las satanizadas, las que no alcanzan a aplacar nuestro desamparo ya que no contienen un solo happy end, sólo los altos precios que pagaron por su desacato, con sus propias vidas en los peores momentos, con su cordura en otros, pero pagando. Y siempre, siempre con la soledad sobre las espaldas.
Hubiera querido realizar un acto de magia: escribir el prólogo para un libro de cuentos de mujeres solas del próximo siglo y que éste incluyera sólo relatos nuevos. Si Elias Canetti tuvo razón y los escritores somos los centinelas de la metamorfosis, los testigos de los cambios sociales, ¿qué narraciones contendría ese libro? Sólo entonces podríamos comprobar si las últimas décadas de historia llegaron para quedarse, si el avance espectacular que las mujeres han protagonizado es irreversible o no, y sólo en ese instante seríamos capaces de desentrañar si la soledad era otra.
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Prólogo del libro "Cuentos para mujeres solas"
MARCELA SERRANO
Escritora chilena
Ciudad de México, junio de 2002